Tuesday, March 16, 2010

20 Continuación

Empezó aquí:
http://avecessemeolvida.blogspot.com/2006/08/20.html

- Ábreme.
Ábreme, por favor.
Te lo suplico.
Nunca volverá a pasar.
Aunque tendrás que reconocer
que tu hermana rebota estupendamente.
Contéstame, por lo menos
dime que me odias,
dime que no me soportas,
escúpeme a la cara.
Grítame a través de la puerta.
Lánzame la tostadora con violencia.
Necesito entrar, llevo siete días comiendo de lo que encuentro en las papeleras
el sabor no es bueno
y podría contraer alguna enfermedad.

Apoyé el cuerpo contra la puerta. Quise sollozar para dar lástima, pero no pude. Ni siquiera sabía si ella estaba al otro lado. Intuía que sí, pero no lo sabía. Dejé que mi cabeza resbalara y quedé inclinado, tentado de abrazar mis rodillas, pensando que adoptar la postura indefensa de un niño me haría merecer el perdón de una madre. Sin embargo, mi mujer era estéril en más de un sentido, no se conmovería viéndome humillado, no me creería si me mostraba digno y no me abriría la puerta si a ella no le daba la gana.
Ya no tenía nada, me habían robado la maleta y ni siquiera me molesté en denunciar a los que lo hicieron ¿A quién le interesaba recuperar los escasos bienes de un mendigo? Me alejé de la que una vez fue mi casa, echando una última mirada de súplica a las ventanas opacadas por la oscuridad. Crueldad, fue la palabra que me acompañó de vuelta a la calle donde tenía escondidos los cartones.
Los semáforos, las ancianas esquivándome y los jóvenes atravesándome con la mirada, los chicles pegados en la acera y los pitidos de los coches. Nada podía vencer a esa palabra, había decidido volverme loco evocándola, convertirla en un mantra, en un lema que debía ser aplicado a todo lo que me rodeaba: al aire que me sostenía, al terror hacia el futuro que presionaba mi pecho: Crueldad. Todo es cruel y nada es dulce. Todo es cruel y nada es fácil. Todo es cruel, y punto.
Ya estaba llegando a mi destino, el sonido de la palabra sincronizado con el latir de mis sienes, mis ojos buscando colillas en el suelo cuando, deus ex machina, encontré en mitad de la calle una ropa que atrajo mi atención porque me era familiar.
La levanté con una mueca extraña. Se trataba de un traje: la chaqueta, los pantalones y la camisa. Sólo faltaban los zapatos, pero los míos no estaban tan mal como el resto de mi ropa. Aquellas vestiduras, sin embargo, tenían una particularidad: aunque era de buen corte y probablemente fue caro cuando se compró, el traje parecía de otro siglo. Y no me preguntéis porqué tuve esa sensación incluso antes de levantarlo. Un poco más adelante encontré una chistera.
Me aparté a un callejón y empecé a cambiarme: Iba a ser el mendigo más elegante de la ciudad. Fue entonces cuando volví a escuchar una canción que me arrastraba hacia lo más profundo, que me enfrentaba a mí mismo. Sólo las primeras notas borraron la palabra que había estado golpeándome desde que decidí abrirle las puertas a la autocompasión.
No tuve que buscar el lugar, la música me llevó hacia él y el mismo mayordomo que hacía una semana me había prohibido la entrada en esta ocasión me dejó pasar con una leve inclinación de cabeza.
Aquel lugar no había cambiado: los mismos personajes decimonónicos. El pianista, eso sí, ya no estaba desplomado sobre el instrumento, sino que con pasión tocaba su música. Pude entonces apreciar que se trataba de un hombre más joven que yo, de rostro frágil y mirada turbia. No parecía atender a su público más de lo que su público le escuchaba: Entre ellos intercambiaban comentarios y ni uno sólo de los asistentes alzó la mirada cuando busqué asiento entre las filas de sillas, en las cuales había más de un asiento vacío.
Estuve escuchando la canción en estado de total entrega, los cuchicheos de mi alrededor me sonaban como la improductiva letanía de insectos. Sin embargo y pasado parte de su efecto narcótico, parecía que la canción hacía algo más que transportarme: pude comprobar que también le estaba costando la vida al pianista.
Y es que, conforme la música avanzaba, la sangre empezaba a brotar de heridas que aparecían de la nada en el rostro del músico. Tardé, creo, más de una hora en darme cuenta de aquel fenómeno, y quizá otra hora más en levantarme para dirigirme hacia él, pues las notas de piano me encadenaban al suelo.
El maleducado público siguió con su improductivo cuchicheo, mientras yo avanzaba hacia el hombre, ya empapado en su propia sangre, que tampoco pareció apercibirse de mi presencia. Cuando estuve lo suficientemente cerca, le dije:
- Deberías parar, creo que tu música te está haciendo daño.
Pero él pareció no escucharme. Repetí mi última frase, en un tono algo más alto, pero siguió ignorándome. Un poco violentado, pero decidido a impedir que aquel hombre continuara con aquello que de forma tan evidente lo estaba destruyendo, dirigí la mirada al público y les grité:
- ¡Hagan algo, vayan a por un médico!
Como preveía, nadie contestó - ¿No ven que se está matando? - La misma sonora indiferencia.
Estaba tan irritado que, sin pensarlo un segundo más, agarré al pianista y empecé a zarandearlo, intentando despertarlo de su trance. No tuve más ocasión que aquel breve conato, el mayordomo de acento inglés se había deslizado sin que yo lo advirtiese y, menos de un segundo después de que viera su sombra contra el piano, me agarró de los brazos con firmeza y me arrastró de allí, entre protestas como hacía una semana.
De nuevo en la calle, le grité a aquel hombre tan fuerte como pude, incluso paré a algunos de los que por allí transitaban para intentar contarles el crimen que estaba sucediendo en la casa de la música. El mal aliento y las greñas hicieron que desconfiaran de mí, pues el efecto que conseguí fue el contrario:
La policía llegó mientras les suplicaba a una pareja de jóvenes que me miraban confusos. Los locales no estaban allí para rescatar al pianista, sino para llevarme a la comisaría por armar tal escándalo. Y ni siquiera conseguí convencerlos de que echaran un vistazo en aquel extraño lugar, sólo pude logar que no me llevaran con ellos, bajo la promesa de tranquilizarme y seguir mi camino.
Volví a quedarme sólo.
Estaba cansado, la música ya había cesado y quise volver a casa, pero no tenía. Así que puse rumbo hacia la tétrica calle donde se hallaba mi cama de cartón. Me fui tarareando algo, al principio en baja voz, cada vez más alto. Acabé gritánndola, mi canción convertida en mujer. Al rato me calmé, me acosté sobre el cartón y me eché encima una alfombra roída. Y me dormí mientras la sangre silenciosa salía de mis dedos.

Monday, March 01, 2010

Dualismo práctico

Te dices a ti mismo "¿Por qué no? Es algo que no me estorba" En el pasado has tenido necesidad de algo y has creído que la satisfacción de esa necesidad era importante, pero nunca has funcionado como los demás, entonces ¿Cuáles son tus propias reglas? ¿Era una necesidad aparente?
Llega el "¿Por qué no?" y sigues adelante, arrastrado por la inercia, pero aquello que no exige ningún sacrificio, lo que se da con facilidad y totalmente, lo que no se agota al regalarse ni suma al recibirse ¿Debe ser defendido?
Quizá estés inhabilitado, seas inmune a cierto grado de pasión y sea todo una trampa que la cultura instaló en tu cerebro. Reflexionar es muchas veces intentar atrapar humo con un cazamariposas. Yo estoy lleno de bruma, estoy seguro de que si me biopsiaran, en lugar de huesos aparecería un gas denso y amarillo.
Si pudiera esquematizar el suave dolor que me ilumina, por entre los resquicios del papel la verdad haría una escapada.