Thursday, January 10, 2013

La última calada

- A partir de aquí puedo sólo, hijo.

Lentamente se deja caer en el sillón verde, raído por el tiempo. Contra el estampado de flores color ocre de la pared la sombra de un cráneo pelado, una nariz aguileña y una pipa que enciende con la precisión de la costumbre.

- No me mires como si fuera novedad. También tu madre hace teatro cuando me riñe y eso que le conviene que fume, así podrá alquilarle a alguien que le pague más. Y no, no quieras corregirme, aunque de verdad creas que no tengo razón. Al mirar el otro día dentro del cajón comprobé que el lápiz que siempre pongo encima de la cartilla estaba debajo. No quiero pensar qué estaba buscando, pero me lo imagino.
Tampoco es que vayáis a tener que esperar mucho, cada vez estoy más cerca de dar la última calada. Incluso hay por ahí quien cree que ya no existo. Bien por ellos, que me recuerden como fui hace veinte años. Al final tenían razón quienes decían que lo que movía mis hazañas era la vanidad. Tiene gracia.

La madera del cuarto contiguo gimió. Los ojos del muchacho se dirigieron hacia la puerta, el anciano prosiguió:

- No hay fantasmas en el ala Norte. - Esperó para ver si sus palabras causaban algún efecto, al ver que no le preguntaba, continuó - ¿Sabes a qué me refiero? Da igual, sólo recordaba. Es una frase que le dije a alguien que ya murió, hace mucho tiempo y que creía que su casa estaba poblada de espectros que la querían asesinar.

Hizo otra pausa creyendo haber oído algo, continuó:

Lo que allí sucedía en realidad era que había una falsa pared y detrás se habían ocultado un par de chavales, que serían más o menos de la edad que tú tienes ahora. Eran los hijos de un empleado que habían tenido que despedir y que acabó matándose de pura desesperación. La mujer que me llamó - Las volutas de humo ascendían, su voz grave llenando la habitación - era una auténtica arpía. Y estos muchachos se dedicaban a hacer ruidos extraños por la noche, susurrando su nombre y cosas así. Dos minutos después de llegar a la casa ya sabía lo que sucedía. Si aquella señora hubiera sido tan inteligente como desagradable, no hubiera sido preciso que yo me personara ni ella habría tenido que desembolsar mi por entonces insultantemente alta tarifa. Fue una cosa estúpida. Ni siquiera sé porqué me ha dado por recordarlo.

Mientras él hablaba su oyente repasaba con la mirada, como si fuera la primera vez que hubiera estado allí, la diversa colección de trofeos, placas polvorientas, libros antiguos y fotografías borrosas:

- ¿Qué edad tiene? - Le preguntó al anciano.
- ¿Mmmmm?
- No importa.
- Y luego estaban los que querían darle a sus crímenes "personalidad". Divertidos, pero fáciles. Estaba el que dejaba escrita en la piel de la víctima una palabra griega, buscando tener al final una cita del Órganon, el asesino de blanco (Cazado por unos hilachos de tela de sábana), el infeliz que tenía un cuervo amaestrado, y lo usaba para... eres demasiado joven para que te hable sobre él.
Y también estuvo ella. Sólo haciéndole creer que le seguía el juego pudimos atraparla.
- ¿Y él? - Preguntó señalando la foto de un barbudo con frac, al que se llevaba la policía.
- No hagas caso a todo lo que oigas, no fue para tanto. Bueno, quizá como publicidad... ¿Me traes el estuche marrón? El del símbolo de la Providencia.
- ¿No lo tiró mi madre?
- Eso cree ella. Está bajo el cojín de la silla. Traelo, por favor.
- Es un poco pesado. - dijo mientras se lo alargaba al viejo detective, quien lo abrió y quedó hipnotizado por su contenido durante un momento. Cerró de nuevo el estuche y lo dejó al lado del sillón.

Después de un silencio de dos minutos, prosiguió:

- Daría lo que fuera por escuchar sus horrendos chistes una vez más. Las mujeres, en cuanto habían aprendido a enamorarse de él, querían dejarlo. Pero no era una mala persona, quizás demasiado sencillo, con esa felicidad que parece hecha para ofender a quienes no la comparten. Amigos que se van, recuerdos que arrastramos limpios de malentendidos y dobles interpretaciones. Por si no te lo he contado antes, eso fue lo que hizo que me retirara.

El vetusto reloj de pared marcaba con su tictac el ritmo de las palabras. Se acompañaban ahora con dos tazas de té. En algún momento la conversación se desviaba a temas banales, como acerca de la ignorancia de los médicos, el precio de las cosas, el frío del Otoño. Y luego acababa retomando su historia, porque todos los casos habían acabado desembocando en el mismo.

- Verás, si hay algo que siempre detesté fue la vulgaridad. Y, por desgracia, la mayor parte de los asesinatos que se cometen empiezan con una causa tan insulsa como el despecho, el dinero o, mucho peor, una mujer compartida. Los escándalos que llenan las bocas de las sirvientas son pueriles y provocan mi bostezo.
Como suele suceder cuando algo no nos gusta, tendemos a hacerlo a desgana. Fuera porque había que pagar facturas o porque no hubiera algo mejor en lo que ocupar la mente, a veces bajo la infundada esperanza de encontrar algo más detrás de lo aparente, me vi obligado a esclarecer para otros lo que era absolutamente transparente para mí y, en ocasiones, transparente también para la policía.
Y en mi último caso, que reunía todas esas características, acabé enfrentándome, incomprensiblemente, a un dilema que me hizo cuestionarme los cimientos de mi carrera.
Dudaba porque todo resultaba obvio hasta la obscenidad: Él la había matado, el cuchillo había acabado en el río, habló con los vecinos antes de transportar el cuerpo, dejó de ponerse su mejor traje porque fue con el que la mató...

Dio el último sorbo a su té y miró la hora. En ese momento sonó el timbre de la puerta.

- Ve a ver quién es, por favor.

Desde el exterior, la voz de un niño que entraba en la pubertad. El detective se fijó en cómo su joven acompañante no le dejaba entrar, con el brazo tenso contra el marco, la cabeza ligeramente inclinada, significando que estaba frente a alguien de menor estatura. Respondía con monosílabos y una ligera sonrisa para no parecer demasiado abrupto. Y luego un gesto que quería significar que se verían luego.

La respuesta le llegó antes de que pudiera formular una pregunta:

- Un amigo. Le dije que andaría por aquí, que es su barrio, pero no he querido dejarle entrar. Creo que nuestra conversación le aburriría.

Al hombre le hizo gracia que luego explicara extensamente cómo a él no le parecían en absoluto aburridos sus encuentros y que, si había dicho que a su amigo no le iba a apetecer quedarse era porque notaba que entre ellos había una gran diferencia en cuanto a madurez y no quería dejar de escuchar sus historias sin tener que preocuparse por haber traído a tan mal público a casa ajena.
Inteligente, despierto, inquisitivo y bienintencionado, aunque un punto distante. Al detective le hubiera gustado tener un hijo así, o un nieto. Pero ya era tarde para eso. Recordó fugazmente el crujido de la madera de hacía unos minutos, proveniente de la otra habitación. No hay fantasmas en el ala norte.

- Me estaba contando lo de su último caso - quiso recomenzar el joven.
- Sí, bueno, en realidad estoy algo cansado y... tampoco fue tan dramático. Nadie que no se lo mereciera fue a la cárcel. Lo curioso de mi profesión es que fueron las preguntas las que me acercaron a ella y acabaron siendo también las que acabaron por alejarme. Siempre con el riesgo de acabar dudando de todo, los filósofos no hacen buenos detectives y con la edad es casi imposible no convertirse en uno.
Claro que - sonrió - para no acabar así se inventó la magia. Mira mi padre, por ejemplo. Me enseñó todo lo que sé sobre lógica y razonamiento deductivo y luego se creía a cualquiera que le llegara diciendo que había visto hadas. Un tipo curioso, mi padre.
En fin.
Sherlock.
- ¿Sí?
- Deberías de salir a jugar con ese amigo tuyo.
- No me apetece demasiado.
- Los amigos son más importantes que la charla de un viejo loco. Y todos necesitamos a alguien que saque lo mejor de nosotros mismos. Tengo la impresión de que, desde hace un buen rato, tú también has descubierto porqué estás aquí.
- No entiendo.
- Sí lo entiendes. Antes me preguntaste por mi edad y no te contesté. Ahora te pregunto yo ¿Qué edad tengo?
- Entre 82 y 84.
- ¿No lo sabías cuando empezamos a hablar?
- No.
- ¿Cuál de las fotos?
- Aquella en la que va vestido de militar y con el tren al fondo. Me gustan los trenes, me he aprendido algunas rutas, también las antiguas, y esa máquina...
- Seguro que podrías cerrar los ojos y enumerar todo lo que contiene esta habitación, donde está situada cada cosa, qué se apoya en qué...

El chico pareció un poco incómodo.

- Tienes que salir, hijo.
- Le van a matar.
- Lo sé. Pero hoy he disfrutado de un privilegio que no le es dado a la mayoría de los hombres. Y estoy tranquilo, y feliz porque me voy, pero me quedo. Este viento que hoy sopla ha llegado para arrastrarme fuera de aquí, pero es un viento de Dios. Bendito sea el cambio.

A ninguno de los dos se le vio triste más allá de las palabras. La última vez que se estrechaban la mano. Antes de irse, sin embargo, y a petición del viejo Holmes, el joven recibió el estuche con la insignia del club Diógenes. Encontró fuera a Johnny quien, tal y como había previsto, le había estado esperando desde que llamó a la puerta.

Dentro de la destartalada casa, aquel famoso detective recibía a quien había hecho que la madera crujiese unas horas antes. Éste contemplaba su propia foto, tomada hacía más de cincuenta años.

- No eres tan sigiloso como entonces.
- Confiaba en que hubieras perdido algo de oído.
- Lo he hecho ¿Has venido a cumplir una promesa?
- En cierto modo.

Se trataba de un hombre enjuto, de aspecto enfermizo pero mirada viva. Llevaba un traje de otra época, que acompañaba con una chistera y un bastón. Sostenía ambos con la mano derecha. Las arrugas de su ceño señalaban el mal carácter que le había acompañado siempre.

- ¿Cuándo vino el tuyo? - Preguntó Holmes.
- Hace tres semanas. Consiguió abrirse paso a través de toda la seguridad y sólo para robarme un reloj.
- Suena alegórico.
- Supongo que lo es, viejo amigo.
- No sé porqué no te dejé morir allí.
- Ni yo - Contestó mientras sacaba un pequeño sobre del bolsillo izquierdo de la chaqueta. Se sentó y repartió el polvo que contenía entre las dos tazas, que volvió a llenar con el té frío que había quedado en la tetera.

- ¡Salud!
- Y esta vez sin trucos.
- Sin trucos.

Las tazas chocaron entre sí.