Wednesday, April 29, 2015

Milagros

Me siento delante de él, lo miro fijamente. Empiezo una frase y no la termino. Me levanto, cojo el álbum de fotos y lo abro delante suya, empiezo a señalarlas y explicar:
- Mira aquí, te aseguro que cuando la hicieron, la niña no estaba.
Él carraspea, mira hacia otro lado. Quiere fingir que no le importa, pero parece nervioso. Se ajusta la corbata.
- Y en ésta... - continúo - no puedes explicar esto. Entonces las fotos no eran tan fáciles de manipular. Reconócelo.
- Yo no reconozco nada - Se levanta súbitamente. Se acerca al fregadero y se sirve un vaso de agua tibia del grifo. - Unas cuantas fotografías desenfocadas no son prueba...
- ¿Que no son prueba? Tú mismo lo estás viendo. Están ahí. Quieren comunicarse con nosotros.
- Mira. No quiero ser brusco y reconozco que te has tomado muchas molestias, pero la calidad de tus pruebas deja bastante que desear.
- Muy bien. Muy... bien. ¿Quieres pruebas? ¿Qué te parecería ser testigo de un fenómeno? Directamente, personalmente, sin cámaras mediante.
- No creo...
- ¿Tienes miedo de cambiar de opinión?
- Vale. - Replicó, tenso - Si es lo que se necesita para que te calles. Di hora y lugar.
- Mañana, a las once, frente al reloj de la plaza chica. Ven sólo.
Llegó diez minutos tarde a nuestra cita. Recuerdo que la noche olía como las venas irritadas de un ojo con un ligero derrame. Desde la plaza, nuestros pasos sonaron ariscos hasta que llegaron a los ladrillos del almacén, cuyas señas eran difíciles de explicar, como las de todos los lugares que sólo existen cuando no se piensa en ellos.
- ¿Y ahora? - Preguntó.
- Ahora sólo hay que esperar. Cuando sean las once y media, verás algo en esa ventana que hará que cambies totalmente tu forma de ver las cosas.
- Está bien. ¿Puedo echarme un cigarrillo o eso los espantaría?
- Puedes.
Los minutos volátiles cruzaban el cielo como disparos. Llegó la hora sin que mediáramos más de cinco palabras. Le di un golpecito en el hombro y señalé la ventana.

Me dio un golpecito en el hombro y señaló la ventana. No estaba allí para burlarme de él, aunque de sobra sabía que no vería nada. Pero se lo debía. Pudimos estar con la mirada fija en aquella ventana unos veinte minutos/media hora. En aquel momento le dije:
- No puedo llegar demasiado tarde a casa, mañana tengo mucho papeleo en la oficina.
Él no pareció desilusionarse. De hecho, a día de hoy sigue siendo la persona más entusiasta que conozco. Para bien y para mal.
- Bueno, estas cosas ocurren. Verás, hay quien piensa que dependiendo del observador, un hecho puede no suceder. Quiero que entiendas que... ¡Espera! ¿Qué ha sido eso?
- ¿El qué? - pregunté.
- El ruido ¿has escuchado ese ruido?
- Sí, pero podría ser cualquier cosa.
- No es cualquier cosa. Son ellos ¡Han venido!
- Mira...
- Quédate. Diez minutos más.
- De acuerdo. Diez minutos, pero luego tengo que volver a casa ¿ok?
- Ok.
Pasaron 15 minutos. Miré el reloj y me disculpé por penúltima vez:
- Lo siento, pero ya sí que tengo que irme.
- Bueno, está bien, lo comprendo. Pero estoy seguro de que algo está a punto de suceder.
- Ya. Oye, te llamo ¿vale?
- Vale. Pero que tengas claro que te vas precisamente cuando va a ocurrir y...
-  Lo siento. Para llegar a la plaza es subiendo esta calle a la izquierda ¿no?
- Sí.
- Nos vemos.
- Adiós.

Intenté que se quedara, pero no hubo manera. Subió la calle tal y como le indiqué y se perdió de vista. Reconozco que no estaba demasiado contento con cómo había ido el tema. Sabía que el ruido desde dentro del almacén era la señal y que, aunque podían tardar un poco, al final siempre llegaban. En estos pensamientos estaba, cuando sentí un lazo de electricidad estrangulándome el alma.
La piedra gastada de la pared se convirtió en una puerta abierta por la que emergieron rostros de colores fascinantes. El fulgor se convirtió en una música dorada que aceleraba las manecillas del reloj y empañaba los cristales de mis gafas. Una mano de siete dedos se abrió revelando un pasillo cósmico, al final del cual había un anciano de calva amarilla que escribía sobre un escritorio sin dimensiones. Sus trazos se convirtieron en curvas que torcieron la gravedad creando formas nuevas. Mis ojos abrazaron la serpiente y mi pensamiento rompió como una flor.
Y, como siempre antes y tan abruptamente como había comenzado, terminó.
Quedé sentado frente al viejo almacén, con el eco de la eternidad resonando dentro de mí. Miré el reloj y sólo había pasado un minuto desde que se había marchado. Podría haber intentado alcanzarle, podría haberle contado lo que me acababa de suceder, pero sabía que no serviría de nada. Que no me creería.
Porque hay gente que no está hecha para contemplar milagros. No hay nada que hacer, salvo sentir pena por ellos.