Monday, November 05, 2018

Banderitas de colores

No creo que Dani Mateo deba callarse.
No creo que los que odian a Dani Mateo deban callarse.
No creo que las banderas importen.
No creo que deje de importar algo que la gente cree que importa.
No creo que se deban poner límites al humor.
No creo que Dani Mateo quisiera hacer un chiste.
No creo que este sabotaje no sea por ideología.
No quiero que la ideología de unos pese más que la de otros.
No quiero que las empresas tengan el poder de decidir sobre la palabra de los que patrocinan.
No quiero que se fuerce a las empresas a pagar lo que no les conviene.

Creo que España está llena de imbéciles.
Y el resto del mundo, también.

Quiero que nos callemos.

Nos irá mucho mejor a todos.

Otra vez

Resultaba necesario, después de esta larga sensación de agotamiento mental, de ideas manidas, de escenarios repetidos, de mosca congelada. Resultaba necesario irse para volver y volver para escribir, para pensar, para recuperar esa honestidad que se ha perdido como se han marchitado algunos referentes, como amarillean algunas esquelas.
Es el tiempo de retornar y resolver, de reivindicarse y sentirse otra vez a través de las puntas de los dedos. Vuelvo.
Y es como una fijación, como una circularidad, es ese vacío de autenticidad que últimamente me hace plantearme qué haré tan mal para siempre estar pensando en buscar culpables. ¿Es el deseo infantil de tener una luna sobre la que apostar el día? Es que no he querido librarme de mi infancia hasta hace poco.
Hoy pienso y vivo totalmente obsesionado con la idea de la comunicación. Todo son palabras que se deslizan por el canalón, hacia un sumidero. Los símbolos que se usan para escudar a una idea de los golpes que da la lluvia-uso. Rueda que aplasta la hierba.
Flexiono las rodillas, sobre el tronco talado, recitamos. Alabado sea el Señor.
Érase un hombre que nunca, jamás, sintió que su entorno estuviera conectado con él. Ni a su servicio, ni en su contra. Un hombre que no sentía el clamor de la vida enlazándose, que no pensaba en sombras que le persiguieran. Era el absoluto racional que no podía entender que el polvo sobre las estanterías estaba ahí para hacerle reflexionar sobre su existencia.
Fue un hombre que murió sin sentirse querido y tampoco supo cuándo fue odiado. Si hubiera pensado, aunque para pensar se necesitan piezas que se recogen del suelo, se habría visto flotar, a la vez, sobre el suelo y sobre el techo.
Pero todos dejamos alguna huella. Es inevitable. Y hay noches, cuando el que sí piensa en las muescas cree que lo están estrangulando en que se le envidia. El perfecto ser autocontenido en su todo, sin lianas brotándole del pecho, sin esos pasadizos interiores a los que llamamos cicatrices.
Qué bonito sería no tener que preocuparse nunca más de la angustia.