Saturday, September 22, 2012

El teatro

Con la lluvia de ceniza al fondo, sin música, se dieron besos con sabor a anchoa mientras la niña del gorro rosa tiraba de su chaleco con cara de urgencia. Contra la pared, un hombre que se cubría el rostro se dejaba caer lentamente.
- Hay días en los que no sabes hacia qué idea huir.
Sus palabras sonaban descorazonadoras, mientras los amantes se alejaban, la niña se apagaba y un foco del techo resaltaba la oscuridad bajo las cejas del hombre desesperado, quien seguía murmurando para sí sobre la ruina y cómo el ruido de hierba pisada era una de las trece señales de la muerte.
Y luego se abrieron unos ojos, los espectadores comenzaron a aplaudir y un baile de sombras cerró el segundo acto convirtiéndolos a todos en piedra y dando a entender que el equilibrio era imposible en un papel con las puntas dobladas.
- Lo has hecho bien. - Saludó alguien al actor. - Casi demasiado bien, los que están al otro lado no se merecen tanto.
- Hay que darles lo que uno tiene... para que no te lo roben.
- Es otra manera de verlo. - Dijo antes de traspasar el telón y ponerse a gritar a palomas que había que imaginarse, porque no estaban ahí del todo, partes de un decorado invisible.
- ¿Y el Director?
- Perdido, como siempre.
Cuando la niña del chaleco reapareció sobre las tablas, ya era mayor y tenía una hija dentro, creciéndole, devorándola. Se había pintado trazos negros en las mejillas, quería parecer parte de la ceniza que había visto de pequeña. Pero fuera estaba tronando. Contrastaba con un mundo que era hijo del suyo.
- ¿Tienes el cuchillo? ¿Tienes la guitarra? ¿Tienes al halcón?
- Sólo he traido el cubo con agua.
Se movían, salían y callaban para luego explotar en últimas palabras. Conforme la obra avanzaba, el público cambiaba: Los que habían sido actores pasaban a ser espectadores y, en un flujo irregular, nuevos intérpretes iban llegando, para luego sólo observar, para luego marcharse.
Una anciana agarraba un chaleco roto. Era la niña o su madre. Da igual, ya se ha ido.
Salieron cruces. Mil treinta cruces para ser exactos. Y también una momia. Y un hombre que domaba elefantes, y otro que era capaz de tirar de las esquinas, de aplanar montañas. Tiros y sexo. Amargas profecías. El escenario era lo único que permanecía. Apenas se notaba su antigüedad.
Tras el telón, varios hombres furiosos discutían sobre dónde estaba el Director, cada uno parecía tener su propia idea:
- Ha ido a la cafetería.
- Ha ido al baño.
- Está entre el público.
- Todos somos directores.
A pesar de la confusión, estuvo a punto de llegarse con éxito varias veces al último acto. Si no hubiera sido porque, cada vez que se aparecía un final, éste era aplazado por la voz de otro actor que quería salir y decir alguna frase nueva o una vieja y robada que, a veces, tenía más efecto entre los asistentes.
Dos peces revolviéndose en una red, un niño pequeño los contempla. Mete el dedo en el ojo de uno de ellos. Las reacciones del público van desde el fervor a la ira y, entonces.
-  Faltan sillas.
El teatro les escucha y abre una nueva sala, a la que se desplazan los que habían permanecido de pie, mientras alguien declama:
- ...acabo de encontrar la solución al...
Palabras que sólo escuchan los más viejos.

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