Sunday, August 06, 2006

20

Después de que tirara a su hermana (Mi cuñada) por las escaleras en un arranque de justa ira, ella decidió que, después de todo, yo no era el tipo con el que quería compartir el pan y la cebolla. Y me dejó a la puerta de casa, con las maletas hechas y un tupperware con callos a la madrileña.
Aquello me dolió más de lo que se puede esperar de un enfermo mental, y sin ánimo siquiera de irme a la plaza a asustar a las palomas, o enseñarle la cola a los niños del parque, me puse a buscar un hostal.
Y caminaba por una calle, con la maleta a cuestas, cuando sonó la canción más bonita del mundo. Lo juro, sentí como el sonido del piano, sin intermediarios, entró directamente en mi alma y sincronizó con mis latidos, con el pulso de mis sienes, con el ritmo del dolor y la belleza.
La música provenía de la ventana que estaba encima mía. Bajo ella, la puerta estaba entreabierta así que, ni corto ni perezoso, me adentré en la oscuridad y corrí al subir las escaleras. Para encontrarme con un salón de tamaño mediano, ocupado por tres filas de cinco sillas cada una, en la mayoría de las cuales se sentaban personas de gesto abigarrado y trajes decadentes: Aquel llevaba una chistera rota, aquella unos pendientes llenos de polvo, casi todos chaqués pasados de moda, eran como aristócratas de hace dos siglos.
Y sobre el piano, el pianista, desmayado, aunque la música siguió sonando unos segundos más, y el público ya parecía haber perdido el interés y hablaban entre ellos, presumiblemente, sobre la obra.
Me acerqué a uno de los personajes, y quise hacerle algunas preguntas, pero algo me detuvo: El firme brazo de un tipo que iba vestido de mayordomo y que, con gesto serio, me recondujo hacia la puerta, ignorando mis preguntas, llevándome casi a rastras por las escaleras.
Desde fuera de la casa pensé que acababa de ver fantasmas, que si volvía a intentar entrar encontraría la casa vacía y una posterior investigación podría llevarme a descubrir que un montón de ricachones del siglo diecinueve habian muerto en aquel lugar por una desgracia colectiva.
Sin embargo, cuando intenté volver a pasar, me detuvo en la puerta el mismo mayordomo, tan gastado como todo lo demás en aquella casa, espetándome, con un ligero acento inglés:
- Usted no puede pasar, no está invitado - Y cerró la puerta tras de sí.
Recogí mi maleta, había tenido suerte de que nadie se la hubiera llevado o la hubiera intentado abrir, continué mi camino hacia el hostal. Un poco más adelante de la casa, escuché unas risas, y supe de dónde provenían.
Menuda mierda de día.

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